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Al conmemorarse el centenario del natalicio del creador del tratamiento que permitió, en un alto grado, evitar la ceguera provocada por la retinosis pigmentaria, su memoria y legado científico merecen el tributo.

Le llamaban, con respeto y admiración, «el profe». Pero al apasionado también pudieron bautizarlo como el hacedor de milagros, tras más de cuatro décadas de incansable labor investigativa devolviéndoles la visión y la esperanza a quienes, dentro y fuera de Cuba, estaban condenados a sufrir la ceguera provocada por la enfermedad de la retinosis pigmentaria.

La ciencia le debe mucho al doctor cubano Orfilio Peláez Molina. Y, aun así, su legado inspirador trasciende la gratitud de todos los que volvieron a ver la vida en colores, para esparcirse también hasta su extensa obra investigativa, sus aportes a la Oftalmología, su encomiable labor asistencial, y sus enseñanzas.

El pasado 17 de noviembre se conmemoró el centenario del natalicio del eminente científico cubano, cuya memoria se honra desde la visión de uno de sus hijos, con el mismo nombre de su padre: Orfilio Peláez, el periodista.

«Por llamarme igual, muchas personas siempre pensaron que el que escribía sobre ciencia y tecnología en el periódico Granma era el profesor Orfilio Peláez Molina. Han pasado casi 23 años de su partida física, y aún hay lectores que piensan que el doctor Peláez saca tiempo para escribir de meteorología y otros temas ajenos a la Medicina. Para mí es un orgullo que me confundan con él».

Al evocar la infancia de su padre –nacido en una zona rural de la provincia de Camagüey–, a Orfilio le gusta destacar que, antes de ser médico, su progenitor aprendió a ganarse la vida. «Por eso, aún siendo niño, mi abuelo lo levantaba a las cuatro de la mañana para que ordeñara las vacas, y a los 12 años ya cortaba y alzaba caña como cualquiera de los trabajadores de la finca; domaba caballos, araba la tierra y chapeaba».

Pero aquel pequeño, que recibió clases debajo de una mata de mango, y por las noches estudiaba, iluminado por la luz de un farol, siempre tuvo definida su vocación hacia la Medicina.

«Mi padre valoraba la Medicina como un sacerdocio, y se entregó a ella sin reparar en sacrificios, ni en la separación familiar. Recibió el título de Doctor en Medicina en 1951», y desde entonces se comenzó a forjar la leyenda.

–Se dice que en la decisión de su padre de especializarse en la Oftalmología, y estudiar en profundidad la retinosis pigmentaria, influyó la muerte de un amigo que sufría ese padecimiento.

–Realmente fue así. Un compañero de estudios y amigo personal empezó a tener problemas de pérdida de la visión, sobre todo en la noche. Cuando se lo comentó a mi papá, este lo convenció de atenderse con el profesor que impartía la docencia en la especialidad de Oftalmología. Ese profesor le dijo, de forma tajante, que tenía retinosis pigmentaria –una enfermedad sin remedio–, por lo que, pasados unos años, se quedaría ciego y, por tanto, le sugirió abandonar la carrera de Medicina.

«Sabiendo que no le quedaba un rayo de esperanza, al llegar a su casa aquel joven se quitó la vida, lanzándose por el balcón. Mi padre me contó que, desde ese momento, sintió que tenía una deuda moral, y quiso saldarla haciendo lo que estuviera a su alcance para desentrañar los enigmas de la enfermedad, e intentar aliviar el dolor de muchas familias, además de ayudar a esos pacientes que solo recibían la “terapéutica del hombro”: dos palmaditas en señal de resignación».

–Y lo logró. Encontró el tratamiento para la retinosis pigmentaria. ¿Qué era lo que más lo satisfacía?

–Fueron más de 40 años dedicados a buscar un tratamiento para una enfermedad crónica hereditaria progresiva, caracterizada por la pérdida gradual del campo visual y la mala visión nocturna (llamada ceguera nocturna) en sus primeros estadios, para lo cual no existía terapia alguna y conducía, inexorablemente, a la ceguera.

«Como dijo en una ocasión el Comandante en Jefe Fidel Castro, el doctor Orfilio Peláez Molina tuvo el gran mérito de desarrollar con su esfuerzo personal una técnica quirúrgica única en el mundo; que, junto a la ozonoterapia y a otros procedimientos, formaron la base del tratamiento creado en Cuba, bajo su guía.

«Si de algo vivía orgulloso era de haber logrado detener el curso de la enfermedad en alrededor del 76 % de los pacientes operados y atendidos con el tratamiento cubano, y de que esas personas mantuvieran viva la esperanza de no perder completamente la visión, y de integrarse a la sociedad, como lo pudieron hacer muchos pacientes nacionales y foráneos.

«Hay que mencionar a las especialistas que más han hecho por mantener vivo su legado hasta este momento: las doctoras Mirta Copello, Raisa Hernández y Nieves Lugo».

–Su madre también fue imprescindible en el logro de sus empeños...

–Mi mamá, Mariadela Mendoza Marrero, fue su mano derecha y asistente en el salón de operaciones y en consultas durante casi cuatro décadas; la compañera de amor y de sueños a lo largo de más de 50 años de relación de pareja, y la persona que, con solo mirarlo, sabía lo que le estaba pasando o pensando.

–¿Alguna anécdota especial con ustedes, sus hijos?

–Entre finales de 1969 y 1970 mi padre pasó varios cursos de la especialidad en reconocidos institutos de la antigua Unión Soviética. Más allá del deseo de tenerlo de vuelta, mis hermanos y yo esperábamos con ansiedad su regreso, porque teníamos el televisor roto, y pensábamos que él traería uno nuevo.

«Recuerdo que, cuando fuimos a recibirlo, lo vimos venir hacia nosotros trasladando un paquete enorme, pero, hombre de ciencia al fin, la mayor parte del dinero ahorrado lo gastó en comprar una mesa para operar animales y hacer los procedimientos quirúrgicos experimentales que tanto había soñado realizar».

–Con una extraordinaria hoja de vida, en la que figuran múltiples cargos, premios y otras investigaciones… su padre también tuvo el honor de compartir entrañables encuentros con Fidel.

–Uno de esos encuentros memorables ocurrió el 11 de septiembre de 1989, cuando, al hablar en la inauguración de la nueva sala de terapia intensiva del hospital Salvador Allende, el Comandante interrumpió su discurso y llamó a mi padre para que explicara a los presentes todo lo relacionado con lo que allí se hacía para tratar la retinosis pigmentaria, y los resultados ya alcanzados.

«Mientras mi padre hablaba, Fidel lo miraba atentamente, con su brazo apoyado en uno de los extremos de la tribuna.

«Fidel también brindó su apoyo para crear el Programa Nacional de Retinosis Pigmentaria y los centros provinciales que extendieron el tratamiento a todo el país, así como la fundación de la otrora Clínica Internacional de Retinosis Pigmentaria, en la cual llegaron a ser atendidos pacientes de más de cien países».

–Más allá de su ganado prestigio por sus resultados científicos, Orfilio tampoco dejó de ser un hombre asequible y sencillo.

–Maestro nato, sus más allegados decían que impartía docencia donde se encontrara, y que era un hombre capaz de envolver a sus interlocutores en un manto de afectos, pues sobresalía por su modestia, sencillez, lealtad y honestidad. También rechazaba el egoísmo, la doble moral, la vanidad y la autocomplacencia.

«Por ejemplo, no olvido aquellas maratónicas consultas que daba en el pabellón de Oftalmología del antiguo Frank País, muchas veces hasta pasadas las siete de la noche; o de sus prolongadas jornadas en el salón de operaciones.

«Jamás dejó de pasar visita a los pacientes recién operados, aunque fuera un fin de semana; o cuando ocurría algún contratiempo en la cirugía de algunos de ellos, iba a verlos a las pocas horas de culminar el acto quirúrgico, aunque fuera de noche».

–Si tuviera que definirlo en una palabra o en una frase, ¿qué diría?

–El doctor Orfilio Peláez Molina es un símbolo de la Medicina cubana.

(Granma)