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Foto: GranmaFoto: GranmaLa Habana, 8 jul.- Destinada a ganarse emotivamente a un amplio público se estrena en nuestros cines Yuli (España, Reino Unido, Alemania, 2018), de la realizadora española Icíar Bollaín y con Carlos Acosta, y su vida, como ejes centrales de una biografía escrita por el propio bailarín.

La Bollaín es un peso pesado de la pantalla internacional y  se ha distinguido por historias humanas y  sociales en las que las mujeres afloran como figuras centrales. Cine emotivo el suyo, apoyado en sólidos guiones y con personajes perfectamente delineados en atmósferas, no por convulsas, menos líricas. Solo dos ejemplos: Te doy mis ojos (2003) y El Olivo (2016).

A un espectador cubano no hace falta explicarle demasiado quién es Carlos Acosta por cuanto constituye una gloria de nuestra cultura y un ejemplo de tesón artístico, no obstante su negación inicial de estudiar ballet por considerarlo impropio para hombres de pelo en pecho.

En esa contradicción entre el no querer del niño y la imposición del padre, que ve en su hijo un diamante  en bruto, se apoya en buena medida el hilo conductor de Yuli. La historia se arma en tres tiempos que se combinan mediante flashbacks: el niño inmerso en el barrio, el joven estudiante, que ya en Europa lucha contra sus constantes deseos de regresar a casa, y el Carlos  adulto montando un ballet sobre su vida,  próximo a estrenarse (varios de cuyos  cuadros le imprimen un dramatismo extra al guion del experimentado Paul Alberti, columna fundamental en la arquitectura cinematográfica del maestro Ken Loach).

Integrando el cuadro social y humano de la trama sobresalen la familia, las viejas historias de esclavitud y discriminación racial, la violencia, los maestros, los tiempos duros de los años 90 del pasado siglo, días en que a pesar de las dificultades y encontronazos de todo tipo, el muchacho cuenta con una escuela de ballet, estudia y es capaz de salir adelante. Recreaciones en las que se imponen arrolladores diálogos, y hasta un oralismo didáctico,  sin que la fotografía de Alex Catalán se opaque en imaginación creativa.

Yuli responde a los códigos clásicos de un filme de ascensión (recordar la poética Billy Elliot) erigido sobre los pilares de una historia real conmovedora: niño humilde, negro, en constante lucha contra un padre tierno-violento que lo obliga a bailar y , como coronación, el éxito en los más importantes escenarios del mundo asumiendo personajes concebidos solo para blancos.

Punteada de buenos momentos, Yuli es incapaz, sin embargo, de resultar artísticamente menos predecible a la historia verídica que ya se conoce y de esquivar una constante presente en algunas películas del patio: el pretender abarcarlo todo, ilustrarlo todo y dejar escapar así la rotundez de una complejidad expositiva y espiritual más centrada, a tono con los filmes precedentes de la realizadora. Ese interés por no dejar nada fuera obliga a reiteradas elipsis, no siempre aplicadas con éxito y a su consecuencia inmediata, las imprecisiones.

Algunos personajes están construidos con mayor solidez que otros y se ganan la empatía del público, como el padre del bailarín, que encarna Santiago Alfonso, no obstante algunos diálogos demasiado literarios que ponen en su boca. También la siempre eficiente Laura de la Uz como la buena maestra de Carlos y Andrea Doimeadiós en el papel de la hermana,  sin olvidar al niño Edilson Manuel Olivera, que representa al Carlos Acosta, rey del barrio, vigilado por su padre.

Portadora de notables coreografías, a ratos esplendorosa, a ratos dejando ver solo trazados donde debió primar la profundidad en hechos y personajes, Yuli no desdeña tópicos del cine comercial en sus visibles empeños de gustar a muchos, lo cual  resulta una rara avis en la ya estimable filmografía de Icíar Bollaín. (Con información de Granma)