Foto: CubasiSi alguna vez el término de vedette se extrapoló de sus orígenes franceses para hacer brillar la versatilidad de una mujer en las principales urbes de Europa y América, fue cuando La Habana poseía deslumbrantes teatros, fastuosos cabarets y artistas rodeados de genio y figura.
Hay quien prefiere nombrar a Rosita Fornés, o a Rita Montaner –las más notorias- , pero no sé por qué la palabra vedette siempre me ha conducido a María de los Ángeles Santana.
Murió hace 10 años el 11 de febrero, y todavía siento el olor del café que me brindó, más de una vez, en su apartamento del número 28 de la calle Línea 254, en El Vedado.
Ramón Fajardo Estrada estaba haciendo una biografía suya (Yo seré la tentación, 2013), y siempre que el acucioso y activo investigador le dejaba tiempo, María no reparaba en dejarme entrar en su pequeña sala llena de señales de su paso por la escena cubana e internacional. El mismo Julio Vega se había encargado de decorarla.
“Yo también nací en Manrique entre San Rafael y San José”, le dije la primera vez asomado al balcón repleto de plantas, procurando no derramar el café sobre el platillo. Me temblaba hasta la voz, pero no importaban mis 24 años, porque yo era el pichón de periodista ante la flamante cantante, actriz, y un largo etcétera de talentos, todos buenos.
“Ay, qué recuerdos maravillosos de mi niñez –me confesó- y la casa todavía está ahí”. Comenzó a mecerse en el sillón, haciéndome saber que estaba entusiasmada por el libro que Fajardo le estaba escribiendo. Rememorar tantos años fue un ejercicio beneficioso. “Por dónde quieres empezar”, agregó.
El rubor me cubrió todo el cuerpo. Yo no estaba ahí por ella, sino para hablar de su relación con La Única, para un radio documental que estaba preparando (Un torrente que no duerme, 2000). ¿Cómo se lo decía sin ofenderla? María, dulcísima me lo facilitó todo.
“Me dijeron que estás interesado en saber sobre mi relación con Rita. Pues comienzo diciéndote que…”, y poco a poco me relató los amores, las furias, las palabras altisonantes, los respetos y la admiración de la Montaner, con locuacidad pasmosa.
“Volveré, pero para hablar de usted”, dije antes de despedirme. Ella no dudó en responder que volviera, pero sin formalidades, que la visitara para conversar o tomarnos un jugo, y si entre tertulianos aparecía el tema, pues ahí estaba el testimonio mejor.
Lo hice varias veces más. Y siempre con una sonrisa y una frase:
“¡Qué bueno verte, ven pasa, mi vida!”. Y aunque nunca coincidí con Fajardo en su ir y venir, grabadora en mano, devoré su libro como hice con el de Rita.
La dulce María vivió una década más. Lo tuvo todo, y no presumió de nada. Tocó las estrellas y nunca miró desde arriba. “Qué dice mi vecino de la infancia”, me decía cuando se me hacía imposible visitarla y marcaba su número telefónico.
“María, que yo no he vivido tanto” le respondía entre risas. “Déjame terminar mi amor” -me agregaba articulando hasta el más mínimo fonema- “mi vecino de la infancia, pero en épocas distintas”.
A veces me pongo a mirar “Una casa colonial” (Miguel Torres, 1984) para reírme con las situaciones hilarantes de aquella anciana y su tupé. O algunos programas que conservo para no dejar de visitarla aunque sea a través de la pantalla.
Sin demeritar a otras grandes, ella fue mi vedette distinguida, porque no importan las osadías ni los aplausos cuando se obra sin presunción ni insano encanto. Solo trascienden los seres humanos que pueden tocar la más popular hazaña sin humos ni fanfarrias.
Ese día de febrero de 2011 cuando conocí de su muerte, sentí consuelo, porque vivió mucho para contarlo como nadie, se ganó un lugar sin buscarlo, trabajó hasta el fin sin pose ni caché. Y yo, no volví más a Manrique entre San Rafael y San José. (Cubasi)