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Foto: AutoraFoto: AutoraSeptiembre, 2020.- Cuántas veces escuchamos decir: la juventud está perdida. Me resisto a compartir tales criterios, porque es una etapa donde los jóvenes se transforman, actúan según sus sentimientos e inquietudes, adquieren experiencias y utilizan la dinámica para desbordar ideas.

Es un período de encantos, dudas, sueños con alas, ideas descabelladas en la cual la belleza es casi necesaria y la inteligencia un regalo, una fase donde se confunde el odio con el amor, y los errores tienen hechizo, que valen para madurar y aprender.

Los jóvenes de estos tiempos se asemejan más a su época, que a sus padres porque protagonizan cada proceso, transformación o acontecimiento dentro de la sociedad, con los derechos, deberes, oportunidades, valores éticos y estéticos de los que se apropian para prepararse y desarrollarse.

La juventud no está perdida, ella tiene la inocencia propia del momento, el entusiasmo ineludible para escalar, tocar las estrellas, apropiarse de su luz y transformarlo todo con su magia.

Por eso, creer en los jóvenes, en la transparencia de su pensamiento, en la firmeza de cada obra creada, es hacer progresar ese divino tesoro que brilla con luz propia, arde como el fuego, crece con el tiempo, la confianza y se engrandece con el amor.